Las Pirámides de Guiza

por Lea Celik Sommerseth Shaw/ISIK

Cuando llegué por primera vez a las llanuras de Guiza, sentí que mis pasos se volvían más lentos, como si la tierra misma me invitara a caminar con reverencia. Frente a mí se alzaban las pirámides, desafiando el tiempo, abrazando el cielo. No eran solo monumentos de piedra: eran presencias vivas, testigos de miles de años de historia humana. Allí comprendí que no se trataba simplemente de visitar un lugar arqueológico, sino de entrar en diálogo con la eternidad.

Cada bloque, colocado con precisión hace más de cuatro milenios, guarda en silencio una sabiduría profunda. No puedo evitar pensar en las manos que trabajaron bajo el sol del desierto, en la organización y la visión de un pueblo que creyó que su destino debía ser inmortal. Las pirámides de Keops, Kefrén y Micerinos no solo son tumbas reales: son manifiestos culturales, símbolos de un pueblo que entendió que el tiempo humano debía proyectarse hacia la eternidad.

Mientras observaba sus sombras, recordé que las grandes obras del espíritu humano no se construyen en un día ni con prisa. Requieren paciencia, sacrificio y una convicción absoluta de que lo que se está creando trasciende lo individual.

En mi propio trabajo con la comunidad internacional, defendiendo los derechos humanos y la democracia, encontré un eco de esta enseñanza. Mis proyectos, mis publicaciones, mis intervenciones en foros y espacios globales no son piedras talladas en caliza, pero llevan el mismo impulso: dejar huellas duraderas.

Yo siempre he trabajado en persona, con mi nombre y con la responsabilidad de que todo lo que produzco me pertenece, protegido por derecho y verdad. Así como los constructores de las pirámides plasmaron su visión en piedra, yo plasmo la mía en palabras, en acciones y en la memoria de quienes han caminado conmigo.

Lo que más me conmueve de Guiza es la lección sobre la importancia de la herencia cultural. Estos monumentos no existen solo para ser admirados por turistas, sino para recordarnos que la cultura y la memoria son los cimientos de toda identidad. Así como Egipto ha protegido sus pirámides, cada nación tiene el deber de resguardar su historia, sus lenguas, sus símbolos.

Al ver a mi hijo contemplar conmigo estas maravillas, pensé en el deber que tengo de transmitirle no solo conocimientos, sino también la conciencia de lo sagrado que es preservar la cultura. Porque sin memoria, no hay futuro.

Las pirámides también me hablaron de espiritualidad. No como religión institucionalizada, sino como una conexión íntima entre la vida y la trascendencia. Allí, entre el desierto y el cielo, comprendí que la verdadera fortaleza de la humanidad radica en su capacidad de elevarse por encima de lo inmediato, de construir algo que hable por los siglos.

Ese mensaje me recordó que la defensa de los derechos humanos no es solo política: es espiritual. Es reconocer que cada vida tiene valor eterno, que la dignidad de una persona trasciende el tiempo, y que toda injusticia cometida hoy será juzgada mañana, como las piedras de Guiza juzgan nuestra capacidad de asombro.

Al atardecer, cuando el sol bañaba las pirámides en tonos dorados y púrpuras, sentí una gratitud profunda. Comprendí que estas estructuras no pertenecen solo a Egipto, sino a toda la humanidad. Son testigos de lo que podemos lograr cuando trabajamos con propósito, cuando creemos que lo que hacemos importa más allá de nosotros mismos.

Me alejé de Guiza con una certeza en el corazón: lo verdadero, lo que nace del espíritu, nunca muere. Así como las pirámides resisten al tiempo y a las tormentas del desierto, nuestras convicciones más profundas también pueden resistir, si las vivimos con autenticidad, con valentía y con amor.

Lea Celik Sommerseth Shaw/ISIK

Cuidad del Nilo, 21 septiembre 2025